martes, 20 de abril de 2010

El Secreto, Las Sociedades Secretas y La Francmasonería

El proceso iniciático: De la fragmentación a la totalidad

Un abismo infinito separa al hombre de su Creador. Esa es la causa de la angustia que nos acompaña, desde las cavernas en las que vivíamos cuando éramos primates, hasta nuestros días. La sensación de fragmentación sobrevuela nuestros miedos y tribulaciones desde los tiempos que precedieron a los tiempos. En casi todas las religiones del planeta esta separación del hombre respecto de su creador se conoce como La Caída, y es justamente ese estado de separación de Dios el que nos produce un sentimiento de orfandad frente a la inmensidad del Universo infinito.

En las más antiguas cosmogonías, pertenecientes a religiones que murieron hace ya tiempo, en los confines de Oriente o en la arenas del Levante, se habla de esta tragedia, acontecida luego de las Guerras Cósmicas libradas en el Cielo. Encontramos vestigios de estas guerras pretéritas y de la posterior Caída del Hombre en todas las tradiciones primitivas, que luego fueron asimiladas a los actuales libros sagrados, en el correr de los milenios. En el Génesis se nombra algunos de estos libros perdidos en la matriz de la historia: “El libro de las Guerras de Jehová” y “El Libro de las Generaciones de Adán”

En el mismo Génesis pueden encontrarse los vestigios de otros escritos antiquísimos, como el poema asirio “Enuma Elish”, que describe la creación del universo -cuyo título puede traducirse como cuando desde arriba- o el “Poema de Gilgamesh” que relata la epopeya de Utnapistin “el único justo” en quien es fácil descubrir la historia de Noé y el Diluvio Universal, o el Libro de Enoch que describe cómo los ángeles rebeldes de Samyasa tomaron mujeres entre las hijas de los hombres, el día que descendieron en el monte Hermon, dando nacimiento a la raza de los gigantes.

El Antiguo Testamento es el reservorio de un conocimiento acumulado por generaciones de sabios e iniciados que encriptaron en sus páginas un conocimiento de carácter extraordinario que apenas ha sido comprendido. Los sabios de la religión judía, de quienes el cristianismo ha heredado esta obra extraordinaria, hubieron de escribir infinidad de obras que explican e interpretan el intrincado lenguaje veterotestamentario. De la necesidad de esta interpretación surgen los Midrash y el Talmud, voluminosas obras en las que los maestros judíos de la Ley han intentado comprender el mensaje que la Torah les reservaba como Pueblo Elegido. Desde la perspectiva religiosa del judeocristianismo, la Torah (denominada Pentateuco en Occidente, que corresponde a los primeros cinco libros de la Biblia) ha sido escrita por el propio Dios.

Más aun. Los judíos desarrollaron una teosofía de características propias, denominada kabalá -que en hebreo significa Tradición- y que en la praxis no es otra cosa que un sistema decodificador del mensaje contenido en la Torah. Libros como el Zohar, el Bahir o el más antiguo Sepher Yetzira, son testimonio de la importancia que para el pueblo judío tienen los números y las letras como emanaciones propias de la misma divinidad.

Con el advenimiento de Cristo, parte del Pueblo de Dios interpretó que el ciclo de la Salvación había alcanzado su apoteosis; literalmente el Hombre se hizo Dios en la figura de Emmanuel, el Salvador. Su Vida, o mejor dicho, Su intervención directa en la historia, modificó, de cuajo, la mirada del hombre sobre sí mismo y sobre el universo. De modo que una nueva y poderosa colección de documentos y testimonios vinieron a completar al Antiguo Testamento con una nueva Ley, reunida en los Evangelios, cuyo mensaje, al igual que el arcaico, permanece visible sólo para aquellos que tienen ojos para ver y oídos para oír.

Es sabido que todo libro sagrado puede leerse en diferentes niveles y que en todas las religiones existen misterios cuya interpretación excede el campo de la feligresía. Los intentos de los místicos judíos por encontrar mensajes ocultos en el Antiguo Testamente fueron apenas el antecedente del intrincado esoterismo que se desarrollaría alrededor de los textos canónicos (reconocidos por la Iglesia) y apócrifos (no reconocidos por ella) en torno al mensaje de Jesucristo y su misión Redentora. Quien crea que este esoterismo no forma parte de la médula de la religión comete un profundo error.

Se atribuye a Pitágoras haber dicho que una religión moría de dos maneras: Hacia arriba, cuando sus sabios se encerraban, convirtiéndola en sólo accesible a sus iniciados, o hacia abajo, cuando los feligreses perdían el contacto con los sabios, convirtiéndola en una mera contención de orden moral, plagada de supersticiones. Si la espiritualidad de Occidente aun está vigorosamente activa, es justamente porque el judeocristianismo ha logrado mantener activas las dos vías por las que una religión actúa. Una de ellas, como hemos visto, es necesariamente esotérica. A lo largo de los últimos cinco milenios, desde los propios orígenes de Abraham, nacido en la ciudad de Ur de los Caldeos, hasta nuestros días, han existido sociedades secretas que se transmitieron de manera ininterrumpida el conocimiento que permite descifrar las Escrituras.

Existieron en la Media Luna Fértil y en el Antiguo Egipto, que llegó a ser el gran centro de peregrinaje del mundo antiguo. Se expandieron bajo la civilización helénica y luego, durante el apogeo del Imperio Romano, por toda la cuenca del Mediterráneo.

Con el advenimiento del cristianismo tomaron diferentes formas. Permanecieron latentes durante los siglos en los que el saber esotérico pasó a ser patrimonio del mundo monástico. Gran parte del saber oculto se introdujo en las corporaciones de albañiles y en las órdenes de caballería con fuerte influencia benedictina. Después del Renacimiento resurgieron de la mano de los grandes magos, como Pico Della Mirándola, Cornelio Agripa y Marcilio Ficino para, finalmente, corporizarse en la figura legendaria de los primeros rosacruces y en la francmasonería.

Los masones dedicaron siglos de esfuerzo en la interpretación de los símbolos y se aseguraron de que éstos sobreviviesen a los tiempos, encerrando en ellos la Clave de los Antiguos Misterios. De modo tal que la francmasonería posee una suerte de idioma propio cuyo aprendizaje se deshilvana en etapas, círculos concéntricos que demandan inteligencia, meditación y paciencia.

La idea de un conocimiento esotérico es tan antigua como el mundo clásico y las Escuelas de Misterios fueron el eje de todas las culturas. Esto explica desde las pirámides hasta las catedrales góticas, desde las piedras del Neolítico hasta el Obelisco de Washington DC.

Pero los masones agregaron a la simbología un conjunto de leyendas. Incorporaron a su iconografía la de las Órdenes más poderosas de la historia. De cada una tomaron su médula y reclasificaron el resumen del modelo humano. En la simbología se encuentra el genoma de la conciencia.
Eduardo R. Callaey "Las Claves Históricas del Símbolo Perdido" ® Todos los derechos reservados

3 comentarios:

  1. Muy interesante como siempre tu aportación, efectivamente ha existido un esoterismo cristiano que todavía algunas organizaciones se podría considerar que continúan hoy en día. yo diría, sim embargo, que más allá de la división entre esoterismo y exoterismo, hay una dimensión que sin abolir transciende las diferencias de ambas dimensiones (eso y exotéricas) me refiero al monacato o mística cristiana, la que podríamos considerar el verdadero núcleo del cristianismo.
    De esto escribí en el blog espiritualidad caminante por si te interesa http://wwwespiritualidadprogresista.blogspot.com/2010/03/el-cristianismo-religion-misterio.html

    un abrazo

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  2. José Antonio, coincido a tal punto, que he incluido este punto en mi último libro sobre la obra de Beda, De Templo Salomonis Liber en la que digo textualmente que
    "...Si bien la herencia monástica puede incluirse en lo que el Régimen Escocés Rectificado denomina la Tradición Cristiana indivisible, nutrida por las enseñanzas de los Padres de la Iglesia, esta dimensión de la espiritualidad cristiana puede redescubrirse como un aporte específico, puesto que el monasticismo no constituye un esoterismo ni una teología aunque no por ello deje de ser compatible con ambos.

    Mucho tiempo antes de descubrir que estas aportaciones del monacato medieval encajaban armónicamente con la doctrina trinitaria del Rectificado, me había cautivado la visión cosmoteándrica planteada por Raimón Panikkar en El Espíritu de la Política. Es en Panikkar donde encontré la respuesta a muchos de los interrogantes más complejos de la espiritualidad en el mundo moderno, desde su visión escatológica de la política (sin polis no hay Salvación) hasta su discurso sobre La Experiencia de Dios recogido de las conferencias que dictara en el monasterio benedictino de Silos. Tal vez haya que reconocer que su visión de la experiencia monástica sea uno de los grandes aportes a la espiritualidad renovada del siglo XIX.

    Panikkar está hoy más vigente que nunca y su figura es destacada por muchos masones cristianos, como tuve oportunidad de comprobarlo recientemente en Barcelona. También es un faro para toda una generación de monjes del siglo XXI, que ya no llegan a la tonsura como resultado de una decisión de sus padres que otrora los entregaran como oblatos, sino como consecuencia de una creciente búsqueda interior que es capaz de abrazar la tradición cristiana más pura y lúcida sin, por ello, desconocer otras tradiciones espirituales cuyo mensaje es válido para cualquier verdadero creyente.

    Una aportación de la vida monástica, de la atmósfera espiritual del cristianismo medieval y una visión expandida de la importancia de la oración traerían a la masonería un renovado espíritu a su alicaída condición de Escuela Iniciática..."

    Creo que comprobarás que te he leído -y te leo- atentamente. Gracias y un fuerte abrazo

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  3. Me alegra Eduardo lo que comentas, y te agradezco tu amable atención.
    Muy interesante tu apunte sobre la importancia de la mutua relación entre monmacato y masonería.

    un abrazo.

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