“Habéis recibido ampliamente, mi Querido Hermano, materia de
reflexión. Trabajad pues vos mismo en profundizar el sentido de nuestros
misterios, pero desconfiad de una curiosidad indiscreta que no podría más que
extraviaros…”
Extracto de la Instrucción Moral del Aprendiz
en la ceremonia de Recepción
De todos los males que aquejan a la masonería de nuestro
tiempo, el olvido del consejo escrito en el epígrafe, en el cual se insta al
Aprendiz a trabajar por sí mismo en la profundidad de nuestros misterios, es el
peor de todos y causa de muchos de nuestros males.
Hemos definido reiteradamente a la francmasonería como
reservorio refinado, casi único, de gran parte del saber humano contenido en
sus ritos y en su particular pedagogía. Los siglos y las generaciones han ido
perfeccionando esas ceremonias y esos sistemas que hoy contienen a miles y
miles de iniciados en todo el Orbe. ¿Pero cuántos han cumplido con el mandato
de sus primeros maestros? ¿Cuántos dedican su vida a poner en práctica el
método masónico profundizando el sentido de nuestros misterios?
Seguramente muy pocos; pues si fuesen muchos no estaríamos
frente a la fragmentación abrumadora que nos invade y mucho menos
compartiríamos espacio en las librerías con los libros de la new age, que allí
es justamente en donde colocan los libreros nuestros volúmenes de masonería. En
nuestro intento por llegar al mundo profano nos hemos vuelto cada vez más
parecidos al mundo profano. Y en la medida que hemos abierto las puertas a la simplificación
de los misterios hemos perdido el respeto de los académicos, que hoy suelen
recordarnos el valor de aquella sabiduría perdida, muchas veces con mayor
precisión de lo que lo hacemos nosotros mismos.
En estos días recuerdo a un amigo fallecido hace un par de
años, el arquitecto Horacio Velazco Suarez, hombre de una erudición
sorprendente con quien tuve el gusto de mantener conversaciones interminables
sobre pensamiento medieval. Lo recuerdo especialmente porque sigo releyendo
infinitamente la obra de Etienne Gilson, que me llevé de su no menos
sorprendente biblioteca, poco después de que abandonara este mundo.
Seguramente, quedarme con el libro de Gilson era un modo de guardar algo de ese
hombre capaz de mantener la paz en el debate más crispado.
En su libro La philosophie au moyen-âge, Gilson afirma que
no puede comprenderse el pensamiento medieval si no nos remontamos a los
primeros siglos del cristianismo, es decir, al pensamiento de la antigüedad tardía,
especialmente al momento de la irrupción del cristianismo en el Mediterráneo
Oriental y en el mundo helénico.
Los misterios a los que está llamado el Aprendiz tienen su
raíz en ese mundo en el que a modo de “cultivo” se gestó un conflicto profundo
entre dos visiones de la fe, disputadas por la teología y la filosofía. El
pensamiento occidental articulado en la Edad Media –queda claramente expuesto
por Gilson- nace entre estas dos visiones del cristianismo que no dejará de
mecerse entre Aristóteles y Platón durante toda su historia.
En aquellos primeros siglos la figura de Hermes Trismegisto
era casi equiparable a la de Moisés, a punto tal que hasta San Agustín de
Hipona le reserva a Hermes un lugar de privilegio en tiempos “antiguos”,
ubicándolo cronológicamente mucho antes que los sabios y filósofos de Grecia, pero
inmediatamente después de Abraham Isaac, Jacob y Joseph.[i]
Esta equiparación, silenciada durante los siglos posteriores
a los grandes Concilios Ecuménicos que establecieron el canon definitivo de la
Iglesia Católica, resurgió casi fatalmente junto con el Renacimiento, cuando Cosme
de Médici le encargara a Marcilio Ficino la resurrección de la Academia, muerta
hacía ya quince siglos. En efecto, para Ficino y sus compañeros de la
Academia Florentina, el profeta Moisés debía preparar la llegada del Mesías en
tierras orientales en tanto que a Hermas le era reservado Egipto y el mundo
helénico.
El regreso del neoplatonismo, encarnado por Marcilio Ficino
y sus colegas de la Academia, entre los que cabe mencionar a Lorenzo de Médici
(hijo y heredero de Cosme), al exquisito arquitecto León Battista Alberti, al
joven Pico della Mirándola, a Cristóforo Landino (el máximo comentarista de La
Divina Comedia) y al historiador Benedetto Varchi (por mencionar los más
importantes), dio impulso a varias generaciones de filósofos y artistas que -sería
necio callar- pusieron en jaque al orden establecido y modificaron radicalmente
el rumbo de las ideas, comenzando por la influencia que ejercieron en Botticelli,
Paracelso, Durero, Agrippa von Nettesheim y Milton entre muchísimos otros.[ii]
Marcilio Ficino, Cristoforo Landino, Agnolo Poliziano y (probablemente) Gentile de' Becci
Nada sería igual después de la Academia Florentina. Si
viviese el R.·.H.·. Jorge Paju, que en su agnosticismo tuvo el arrojo de
impulsar la publicación de Ordo Laicorum ab Monacorum Ordine recibiría esta
última frase como un reconocimiento propio.
Sin la larga historia de los Padres griegos y latinos que
esculpieron, golpe a golpe, la doctrina de la Iglesia, sin la epopeya europea
del monasticismo benedictino y sin la larga tradición platónica traída a la
corte de los Médici por el filósofo bizantino Georgios Gemistos Plethon, la
francmasonería no hubiese sido más que una corporación de oficio como la de los
talabarteros. Sin embargo se convirtió en una sociedad secreta, o tal vez fue
el resultado de su cooptación por parte de otras sociedades secretas
preexistentes cuyo objeto no era otro que perpetuar estas tradiciones en el
seno de una asociación a cubierto. Acaso lo hayamos olvidado.
Pero, ¿Cuántos masones siguen el consejo de la Instrucción
Moral que recibe el Aprendiz el día de su iniciación? Muy pocos. Como
consecuencia de esta falta andamos por el mundo sin ponernos de acuerdo acerca
del significado de la letra G. Para algunos será la inicial del nombre de Dios,
para otros la de la palabra Gnosis y para muchos la de Geometría. Tal vez lo
más grave es que no sepamos distinguir en qué cambiaría si fuese la una o la
otra. No porque la diferencia nos separe, sino porque tal vez nos une.
Hace algunos años, cuando recién comenzaba a recopilar las
notas para Monjes y Canteros, me sorprendió una definición de nuestro H.·. Henri
Tort-Nouguès sobre la actitud del francmasón. Decía –palabras más, palabras
menos- que el verdadero iniciado tratará de estar por sobre las disputas de
Escuelas. En aquel momento creí comprender algo que hoy tengo mucho más claro y
que se ilumina más en la medida que el camino se acorta, o se alarga según la
perspectiva en la que nos situemos. Las Sociedades Iniciáticas –y la nuestra lo
es pese a tantos empeños en hacérnoslo olvidar- debieran ser el lugar en el que
aprendimos a leer al mundo en clave universal, pues la Logia es el modelo del
mundo, de Oriente a Occidente, de Norte a Mediodía, desde la superficie de la
Tierra hasta el centro y tan alta como todos los codos que se pueden contar.
Dentro de ella la diversidad actúa como una sinfonía universal y en tal caso
allí está el Volumen de la Ley Sagrada, abierto en el Evangelio de San Juan,
recordándonos el Principio de todas las cosas.
Cuando regreso al libro de mi querido y recordado Horacio
Velazco Suarez, o cuando vuelvo a las obras de Ficino y de Pico della Mirándola
y leo sus tribulaciones; cuando releo los esfuerzos de tantos abades trazando
los planos de sus moles de piedra convertidas en Templos capaces de transformar
el alma de quienes lo penetran; cuando regreso a la caballería templaria
descrita magistralmente por John Robinson en Born in blood; cuando imagino el
viaje iniciático de Martinez de Paqually en la Occitania de los cátaros y
cabalistas vuelvo una vez más a Raymon Pannikar. Todos somos parte de esa misma
especie cultural que se desarrolló en el occidente europeo, aunque hoy se
recree en nuestro continente.
Imagino a los masones como a los que poseen la llave de ese cofre que guarda el
secreto de esa construcción inmensa. Una llave que el Aprendiz debe buscar en
su interior siguiendo el sabio consejo del H.·. Orador.
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